Hace frío. Me siento desnudo con este ridículo batín de tela que me cubre, a duras penas, medio cuerpo. Hay luz, poca, pero suficiente para ver. No puedo girar la cabeza. Sólo abrir los ojos y mirar la superficie blanca y circular que me rodea. Me hablan desde fuera de la máquina. Dicen que esté tranquilo aunque oiga mucho ruido; es lo normal y no pasa nada.

Estoy asustado. No paro de pensar. Me van a atravesar con ondas para mirar por dentro y darme buenas o malas noticias. Desde el otro lado debe ser fácil. Me los imagino escudriñando la pantalla, serios, concentrados, pero en el fondo asépticos. Sin sentir lástima. Ni alegría. Nada. Harán corrillos para comentar las mejores jugadas, pero firmarán el informe definitivo como un municipal firma una multa de tráfico. A por otro.

Tenían razón. Los gritos de varias ametralladoras enfurecidas resonaron en el túnel mientras me inundaba un calor repentino. Venía de un fluido denso que, desde el brazo, se repartía por mis entrañas. Era el contraste, el sabueso rastreador de maldad. El fuego me asustaba y quise escapar de este encierro por si me desmayaba. Pero no, pasó rápido. Volví a respirar despacio, imaginando mi cerebro teñido como un mosaico de colores muy vivos, pintado a brochetazos por un niño. Por mi hijo, al que no sabré cómo decirle que en la paleta de acuarelas se cayó el bote de pintura negra, y que esa mancha…. No, no… No adelantemos acontecimientos. No sé nada del resultado y además nadie piensa que haya un intruso ahí dentro. Debo esperar y confiar en los médicos. Los conozco, soy amigo de muchos de ellos. Son buenos, sí, son muy buenos.

Lo sé porque yo también soy uno de ellos. Hoy la bata y el fonendo están de vacaciones. Para todos menos para para mí, claro. Lo que predico cada día me lo estoy aplicando a conciencia. Soy un profesor que ahora se sienta en el pupitre de los niños, delante de su propio examen, aterrorizado por poder llegar a suspender.

No funciona. No sirve saber cuál es la respuesta correcta. No vale buscar la solución que más te conviene. Debo saltar y creer que habrá una red esperándome. Escucho, entre los disparos del artefacto, mi voz que se contradice y se agota a sí misma. Recibo mi propia medicina en sobredosis, y noto la fuga, por las grietas del inútil razonamiento, de todo el supuesto saber que llevo acumulando desde que pisé la facultad. Todo eso no me sirve de nada aquí dentro, preso del miedo, atrapado en un vulgar, frágil y mortal humano.

En el otro lado, en este lado, la angustia se espesa y deforma el tiempo. Confía. Es lo que le pido a la gente cuando se pone en mis manos. Debo aprender.
A soltar.
A callarme.
Y a escuchar lo que a veces transpira por los cuerpos sin ropa.

 



Este microcuento se presentó al I Concurso de Relatos Cortos del Hospital Universitario Son Espases, al que agradezco la iniciativa, quedando finalmente ganador en su categoría. Muchas gracias tanto al jurado como al equipo de comunicación del hospital por permitirme publicarlo en este blog.

 

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