Las palabras son como objetos.
Si las manoseas lo suficiente acaban perdiendo lustre y significado. Tal vez, en estos tiempos tan agitados, se nos añade una nueva crisis, en este caso lexicográfica, derivada de usar un vocabulario reducido con el que pretendemos explicarlo todo.
Es como vestir a diario con la misma ropa hasta que el olor y la mugre la convierta en inservible. Ese traje, raído y gastado llamado «vocación», empieza a no sentarle bien a nadie.
Siempre quise ser médico. Sin un motivo concreto. Más bien sentía una fascinación por el cuerpo y sus entresijos. No tenía ninguna duda de que era mi camino, pero sin un discurso estructurado que justificara la decisión.
Simplemente, era.
Tampoco la voluntad de ayudar era consciente o deliberada. La intención no era salvar a la humanidad, aunque la vanidad de descubrir algún tratamiento imposible siempre rondaba el ego. Un sueño ligero de fama y reconocimiento no hace daño a nadie. Pero tampoco era ese el fin. Saberse feliz, como el piloto que puede dominar la máquina y sobrevolar un océano, o el éxtasis de un cantante en su recital. El placer de realizarse haciendo lo que a uno le gusta.
Y en ese terreno, cada uno con su historia de fondo, aparece la palabra que el tiempo ha hecho maldita y que se nos atraganta. El eterno supuesto de que al ejercer la medicina hay que sentir una especie de llamada divina, un grito ancestral, una revelación que te llena y sin la cual no podrás ser nunca buen galeno, provoca pereza intelectual.
Y las cosas no pueden ir por ahí.
Claro que hay que tener un cierto cuajo aguantando horas de madrugada pegado a una cama o a un monitor. Obvio que no todo el mundo sirve para sostener la mirada de las malas noticias. Por supuesto que te tienes que sentir cómodo entre las vísceras y el dolor.
Pero cuidado con buscar, en el noble arte de procurar con tu trabajo el alivio ajeno, la idea de que sólo nos alimentamos con la carne del sacrificio y el pan de la abnegación.
No.
Uno viene al mundo con el mismo chasis emocional que el resto de los mortales. No es de acero inoxidable, sino de emociones agotables que acaban por rendirse cuando los días son peleas con agendas, turnos, jefes y gerentes sometidos, en el mejor de los casos, a un calendario electoral con presupuestos.
El sistema de salud se sostiene sólo por un motivo, y no es la vocación. Es la voluntad de querer que funcione, basada en la creencia de que un día será posible trabajar a gusto con el respeto que nos merecemos.
Y si quedan dudas, revisemos los años de pandemia para demostrar que cuando hay que estar, se está.
En este equilibrio la vocación se queda fuera de la fotografía, porque no deja de ser algo que uno, en su interior, vive o no vive. Corresponde a la esfera de lo privado sentir o no esa atracción y valorar en qué grado le resulta necesaria para dar un buen servicio.
Por tanto, la excusa de la profesión vocacional nunca debe justificar el desahogo con el que se maltrata al profesional que se deja la vida sintiendo que no hay nada que arreglar. Otra jornada gris, igual que la de ayer, comiendo burocracia cada ocho horas, notando en el cogote el aliento frío de las estancias medias y aguantando los caprichos de los que piensan que para eso les pagan. Esto no estaba en ningún libro.
Pues no. Como a cualquier otro profesional, en la nómina no aparece el plus de humillación ni un extra por tener que hacer guardias hasta que al ministro de turno le salga la magia.
Verán en los telediarios a compañeros vestidos con bata blanca pidiendo dignidad. Por dentro están quemados y muy cansados. Sé que hay una mayoría de ciudadanos que lo ven y lo comprenden.
Pero también sé que nos prometen con la boca muy grande y fresca una barra libre que sólo se podrá sostener a base de pasta de médico carbonizado, cosa que no conviene a nadie.
Por eso, ya que estamos en la fase de promesas y dádivas, expropien, amigos políticos, estas vocaciones.
Así comprobarán dos cosas:
Una, que no sirven para comprar desprecio.
Y dos, que la mayoría ya están muertas.
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