Llora una joven.

El desconsuelo, la impotencia. 

Todo aquello que podía salir mal, salió peor. 

Sobre la piel caliente de su cara, lágrimas que salen desde un dolor profundo.

«No puede ser, no puede ser…»

Y no hay solución.

Para ella. 

Porque no es cuestión de dinero. Ese no es el problema. 

¿Qué arregla eso?

Nada. 

Ella necesita batería en el móvil. Sólo eso. Batería suficiente para grabar sus vídeos y comunicarse. Y ese maldito teléfono se queda muerto en cero coma. Y no es justo.

Es que no puede ser. 

Pero ahí lo llevamos, porque estamos creando un mundo de burbujas tan arco iris y chupiguays que dejan al jardín de Pin y Pon como un akelarre siniestro. 

Aunque tengamos una guerra justo al lado, sobre el mismo mapa, pero que como ya no está de moda, sale poco para no molestar. Bueno, hay otras guerras, siempre las hubo, pero como están más lejos tampoco interesan mucho. No conocemos de nada a esa gente. 

Y también tenemos guerras mas sutiles, Que no se oyen pero que el viento del sur te las deja oler de vez en cuando. Porque allí las cosas se ven de otra manera, y la vida y la muerte van al peso, como el hambre y la miseria que les empuja rumbo norte. 

Pero no pasa nada. 

Tampoco parece que tres años de infierno, restricciones y mascarillas hayan cambiado el escenario. Mis sospechas, que comparto con no pocos contertulios, es que si mañana se presenta otro virus a cenar, pasará lo mismo que pasó con el primero: se volverá a acabar el papel higiénico.

O algo peor. Esa manía de no querer ver que el dolor existe y que algunos hasta duermen con él a diario no puede traer nada bueno. No querer aprender, tampoco. 

Y la cosa va a ir a más. 

A los chavales, por ejemplo, les hemos metido una pantalla en el cole, otra en la habitación y una más pequeña cuando salimos a comer fuera. Que nadie diga que no estamos bien digitalizados.

Los motivos, en realidad, nadie los sabe. Se suponía que la cartilla Rubio ya era muy casposa y que era buena idea aprender con Pocoyó. Quizás era cierto, pero o nos pasamos de frenada o nos quedamos muy cortos, porque lo que tenemos es un pastiche de carpetas en Google Chrome sin instrucciones para rellenar.

Sí, en el colmo de lo esperpéntico hemos llegado al punto en que ya no hay temario en los cursos impares.

Palabra.

Y al no haber temario nadie sabe ni qué hay que saber ni qué se tiene que medir, ¿No es maravilloso? Gila hubiera gozado con un guión así. De la letra con sangre entra nos hemos ido a que no hay ni letra ni sangre, faltaría más. 

En paralelo, hemos decidido borrar todo lo que se parezca a un grasiento y pesado cuaderno o a la opresión de pasar un examen. Eso ya casi está prohibido y hay pena de cárcel sólo por pensarlo.  Porque a los chicos ya no se les puede decir que las cosas están bien o mal hechas. En realidad las cosas fluyen, evolucionan y se abordan desde un marco conceptual de síntesis transversal. 

O sea: ni puta idea de nada excepto de TikTok.

Con el miedo a que se frustren porque el mundo es duro y cruel les estamos contando una peli de dibujos animados. Lo que ocurre es que el mensaje de este Pluto de mentirijillas es falso: no, la vida no es como tú quieres que sea, chaval. Ni por asomo.

Y ya sabemos a dónde llega todo esto.

Lo tenemos encima.

La acción transcurre en una consulta donde un adulto joven, maduro y con supuesta autonomía mental, acude por un catarro. El problema es que no comprende cómo su gran malestar no desaparece en dos días.

Y es que les fallamos todo el tiempo. «No hay nada para quitar eso», decimos aterrorizados, porque lo mismo se cabrea y nos quiere dar de hostias por no saber arreglar su problema. Sentimos no ser como Amazon, pero hasta dentro de una semana no regresará esa plenitud total que al parecer te mereces y sin la cual estás al borde del abismo. 

«No es posible, no es posible», como decía nuestra amiga del principio.

No es posible que la realidad sea tan diferente de la pantalla. 

Es que me encuentro mal, ¿no lo entiendes?

Y eso es todo. Una gran estafa. No hay derecho a encontrarse mal. Y todo lo que no sea estar superbien es mal. 

No crea el lector que frivolizo con el dolor ajeno. Mucho me cuido de rascar hasta el último higadillo buscando el bicho o el roto cuando es necesario. 

Esto es otra cosa bien distinta: la intolerancia a todo lo que no es como uno se imagina que debe ser y la exigencia de que así lo sea.

La vieja educación tenía parte de materia y parte de valores. Mapas del mundo, mejores o peores, pero que no escondían la bolita en el cubilete equivocado. Ahora no tenemos ni lo uno ni lo otro. No caímos en que la educación digital  se tenía que construir sobre lo bueno de la antigua, quizás preguntándonos primero para qué demonios hacía falta un ordenador en clase. 

Y así me miran mis hijos cuando les digo que se estudia con lápiz y papel, que no es bueno sentir que te falta algo si no te contestan el WhatsApp al instante y que en la vida hay límites (sí, límites) que conviene respetar.

Algún día, espero, entenderán que a pesar de ser el único padrenazi que les puteaba con el control parental, les quería mucho y que todo era por su bien. 

Pero no culpo a estas generaciones.

Ni son malos ni son peores que las anteriores.

La culpa es toda nuestra.

Antes el barrio chino estaba bien señalizado con dos rombos en las esquinas y había quiosqueros honrados que en vez de venderte el Interviú te daban dos capones por idiota. Ese tira y afloja, ese querer ir a lo prohibido mientras te soltaban la cuerda, era, de alguna manera, controlado.

Sí, nos escapábamos por la puerta trasera de vez en cuando. Pero lo sabían todo. Y soltaban el sedal pero sin quitar el anzuelo.

Cierto es que todo era más bien físico y que no existía más realidad que la que se tocaba. 

Pero ahora les hemos dejado solos, como dicen los modernos, en lo puto peor del metaverso. Solos y sin capacidad de entender cuáles son las referencias. La filosofía al final no era más que eso: pensar un poco qué son las cosas. Y sin ese andamio los problemas serios serán la batería en rojo, los mocos verdes y la ausencia de wifi.

Pues nada. Vamos con todo.

Pero va a ser que no.

Que la vida sigue siendo la misma tramposa que hace miles de años. Por fortuna, más sencilla para mucha más gente, eso por supuesto. Pero en absoluto tan banal y frívola como se la estamos empaquetando.

Les hemos dejado solos y no nos lo van a perdonar. O no deberían.

Primero, porque no parece que vayan a estar contentos nunca, pues nada de lo que les rodea es susceptible de tratarse con un filtro de color rosa. Y segundo, porque los pocos que despierten de la droga igual nos reprochan no haberles sacado a tiempo del sueño fucsia.

Pero tampoco queremos que nos sacudan, y al fin y al cabo estamos siendo modernos. Pero no tanto como los suecos, que tras darse cuenta del fracaso de meter ordenadores en las aulas sin más fin que el de meter ordenadores en las aulas, han decidido rectificar y arreglar el despropósito. 

Como rectificar es cosa de sabios, no hay riesgo alguno de que en España ningún ministerio plantee semejante estupidez. Con lo bien que les había quedado la foto de los coles digitales no va a venir ningún sueco raro a quitarle el ordenata a nadie. 

Total, que al final, eso que llaman generación de cristal, es mentira.

El cristal tiene cierto aguante y normalmente da forma a un objeto con algo de solidez y consistencia. Frágil, tal vez, pero auténtico.

En realidad la nueva generación que estamos creando es de cartón piedra: una materia quebradiza que sólo tiene como función servir de decorado transitorio a lo que no tiene sustancia alguna. 

Un vacío envuelto con mimo, pero al que no le queda más remedio que sufrir un mundo que no se merece. 

Soy pesimista, pero se me pasa cuando mis hijos me culpan de ser el responsable de la terrible soledad y del cruel abandono que sufrirán durante las próximas dos o tres horas sin el móvil. 

No se romperán el mil trozos porque no son de cristal.

Pero el cartón, al final, arde y se quema. 

 

 

 

 

 

 

 

 

Share This