Dicen que el cerebro suprime la mayoría de los estímulos que recibe para no enloquecer por una sobredosis de realidad. El piloto automático interno que, entre otros menesteres, hace latir el corazón mientras contrae el diafragma y digiere la cena, se encarga de procesar el alud incesante de datos, evitando un aburrimiento insufrible que no dejaría tiempo para nada más. ¿Te imaginas estar pendiente de bombear la sangre, ventilar los pulmones y mover las tripas al ritmo necesario y ajustado en función de cómo vayan los acontecimientos?

 

Seguro que no.

 

De ahí que la supervivencia se base en un sistema autómata y bien alejado de la consciencia para que no moleste. Un motor silencioso que sostiene la frágil promesa de seguir conectados a la existencia.

 

Y eso está muy bien. A diferencia del reino vegetal, y adornado la animalidad profunda con un poco de sofisticación intelectual, podemos dedicar un buen rato a recordar y pensar sobre lo vivido. Somos seres experienciales, pues a los recuerdos, tras pasar por el análisis oportuno, se les añade una capa fundamental y tremendamente humana: la del significado.

 

El significado es lo que determina el impacto final de lo ocurrido. A partir de él saldrán conclusiones que utilizar como peldaños en nuestro viaje hacia el futuro. Este proceso ha sido, de manera resumida y con resultados notables, el mecanismo evolutivo básico que ha permitido a nuestra especie llegar hasta aquí: recordar, pensar, concluir y actuar. 

Y así ad infinitum.

Pero a medida que la cosa humana ha ido avanzando, los que vivimos en un colchón de comodidades nos estamos olvidando de que más allá de la pantalla del móvil hay un mundo profundo y complejo. Duro, seco y desagradable. Algo que no queremos contemplar porque nos recuerda que habitamos dentro de una burbujita frágil e inmadura que estallará a poco que le roce un poquito la realidad, una entidad que empieza a parecernos extraña desde que podemos ser avatares virtuales sin mayores problemas. 

 

Quizás por eso ahora nos está gustando vivir como seres posthistóricos y con un electroencefalograma de bajo voltaje, sólo alimentado por excitaciones puntuales, subidones mediáticos y pelotazos geniales, que al poco tiempo se desvanecerán sin dejar mella en nuestra, cada vez, más simple, boba, tibia y floja existencia. 

 

Y con una vanidad insoportable. Hemos decidido acabar con la pandemia por decreto, a través de un ejercicio de complacencia y hartazgo, quitando las mascarillas porque ”ya está bien, hombre, de tanto rollo”. En dos meses nos hemos inmunizado no sólo contra el virus, sino contra el horror. Ya miramos de reojo a la guerra que nos ha estallado en el piso de arriba como una mancha negra de humedad en el techo, que no duele pero molesta, y que acabará arreglándose sola o cuando el seguro del hogar decida venir a pintar. Y asumimos con orgullo de mono que tenemos derecho a vivir en paz porque unas tías ultraplastificadas y con dientes alicatados hasta la campanilla nos han convencido de que nosotras lo valemos.

 

Si la memoria es el andamio de la identidad, la historia es su sustancia.

Pero como el olvido es imposible salvo que se nuble el disco duro, hemos decidido no meter en la caja gris nada más que cosas chulísimas y muy molonas. Ahora que nos pasamos el día grabando la vida, fotografiando almuerzos y aireando nuestras andanzas por todas las tabernas y porterías de internet, queremos que al fin se mueran los feos y no poner más que colores de fiesta en el timeline de nuestra existencia.

No sé, pero creo que Rick diría que todo esto es más falso que un bitcoin emitido por el Banco Central…

 ¿Rechazar lo negativo, lo malo, lo que no apetece? ¿Quedarnos sólo con el papel charol y la brillantina?

 

 Pues no. Y digo que no porque encuentro en mi carácter los trozos de melancolía en incontables atardeceres mirando al sur, las mil sombras pérfidas y traidoras de la noche de Madrid, la crueldad infinita de los amores rechazados y el olor repugnante a víscera abierta en un cuerpo enfermo. Cómo no entender que sin aquellos desvelos de madrugada, ni mi colección de ausencias no elegidas, no sería lo que soy, y más para bien que para mal. De cómo los sinsabores me ayudan a comprender a los otros sólo mirándoles a los ojos, y de aprender que estar callado al lado de alguien que llora es lo mejor y lo único que a veces se debe hacer. Y sí, claro que hay pasados y pasados, y algunos se clavan como un aguijón lleno de veneno que no conviene tocar. Mejor dejarlos en un cuarto cerrado con llave, en silencio, y tal vez visitarlos muy de cuando en cuado para asegurar que siguen dormidos sin hacer más daño.

 

Yo soy yo y mi dolor. Ni más, ni menos.

Pero, a diferencia de un ejercicio franco y honesto con lo que nos acontece, estamos convirtiendo la realidad en un Tinder gigante de barraca, donde lo que no nos gusta sencillamente se manda del escritorio a la papelera, con la creencia estúpida de que al no verlo, no va a molestar. Si las cosas no tienen el suficiente azúcar como para contentar la gula de chuchería vital, fuera, que aquí no pasa, ni ha pasado nada.

 

Pero pasará.

 

A los malos de la película les importa bien poco tu incomodidad ante su desnudez. Incluso estamos tan entusiasmados con el nuevo universo de mentirijillas, donde podrás ligar siempre que quieras, que estamos convirtiendo el viaje en una carrera sobre escombros. Una promesa de felicidad tan asfixiante como vacía que se podrá comprar con un dinero basado en electrones (como el de ahora, para qué nos vamos a engañar) pero respaldado por las matemáticas y así hacerlo incomprensible para la mayoría.

 Lo veo y no lo veo, o veo que si no tenemos la cabeza medianamente amueblada, aunque sea con estanterías de Ikea, nos vamos a pegar un hostión de los que además no harán historia porque no lo querremos poner en nuestro estado de WhatsApp.

 

Y cuando no se aprende, cuando nuestra esencia sólo se nutre de esta memoria efímera y caquéctica que hemos adoptado, el futuro será sólo una sucesión perpetua de los mismos errores, sumando más tristezas y añadiendo una buena ristra de desilusiones. Un destino a repartir entre lobos y tiburones sedientos de almas frustradas a las que domeñar a cambio de un Matrix de mierda. 

 

No prestamos atención a lo que perdemos cuando no atendemos la sinceridad cruda de la vida y la desechamos como sin fuera una hortaliza deforme que nos estropea el escaparate. Se está poniendo de moda vivir a medias y aceptando que exista una ONG con derecho a subvención, de seres sensibles y muy ofendidos por el volcán, que lo puso todo perdido y sin preguntar. Niños a los que se les invita a ser reyes, jóvenes a los que se les promete riqueza instantánea, adultos a los que se les señala por no triunfar y viejos olvidados en la cuneta digital.

 

Pues nada.

Todo en orden.

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