Entender la Medicina Interna para el público general no es tarea fácil. No porque falte capacidad para ello, sino porque a veces ni los propios internistas somos capaces de transmitir lo que hacemos. No es extraño que los pacientes nos pregunten si somos especialistas en “algo” en concreto. Algo identificable y distintivo de los demás especialistas y que se aleje del insatisfactorio concepto de “generalista”, que tampoco ayuda. Llevamos lustros entretenidos, con cierta pesadez, en darle vueltas al concepto, pero atrapados en la manida “visión integral del enfermo” y en la no menos misteriosa idea del “enfoque global del paciente”. Esta imprecisión crea una cierta desconfianza por parte de los pacientes que acaban en nuestras manos, similar a la de familiares y amigos que acaban identificándonos como médicos un tanto raros. Se echa de menos una revisión del asunto que pueda desvelar el misterio y tranquilizar en su inquietud a los potenciales pacientes que todavía no saben ni quiénes somos ni qué hacemos.

Para empezar, hablemos de qué es ser médico hoy en día, algo quizás más intuitivo para todos. Un médico, dirán, es alguien que conoce el cuerpo, las enfermedades y los remedios para curarlas. Y es correcto, pero sólo a medias.

Peter Drucker, conocido en el mundo empresarial como el padre de la gestión moderna, acuñó un término para definir lo que, a su modo de ver, iban a ser los trabajadores del futuro. Tras pasar de una época basada en la producción industrial mecanizada, donde el empleado medio tenía tareas claramente definidas y medibles, con poco margen de maniobra para decidir qué hacer o qué no hacer cada día (como un operario en una fábrica de automóviles, por ejemplo), entramos en un entorno laboral moderno mucho menos claro y definido. Un arquitecto, por ejemplo, que recibe el encargo de diseñar una escuela. Si bien tendrá unos plazos, un presupuesto, unas limitaciones urbanísticas y otros condicionantes diversos, nadie le dice por las mañanas ni qué ni cómo ha de trabajar. Es una decisión que la persona ha de tomar cada día. Con mayor o menor creatividad, controlando el tiempo, priorizando tareas, pero, en cualquier caso, decidiendo qué y cómo realiza sus tareas para llegar al objetivo final.

El trabajo cualificado deja de ser estandarizado y rutinario y se convierte en indefinido excepto por las condiciones iniciales y el objetivo final. El trabajador de la fábrica de coches tiene tareas claramente definidas (montar el motor en el chasis, verificar el circuito eléctrico, etc.) pero el arquitecto ha de usar su conocimiento para idear la tarea a realizar. Drucker denominó a este colectivo como los “trabajadores del conocimiento”, y de alguna manera intuyó que en el futuro serían los activos más valiosos en cualquier empresa. Dos arquitectos serán capaces de llegar a construir el mismo edificio, pero cada uno empleará métodos y recursos diferentes.

Un médico en realidad es exactamente eso: un trabajador del conocimiento.

Tiene un horario aproximado y unas tareas genéricas que cubrir (su agenda de consultas o los pacientes ingresados a su cargo), pero lo que tiene que hacer en realidad (si solicita una exploración, si da el alta a un paciente o si necesita la opinión de otro compañero) lo decide diariamente en base a su conocimiento. El objetivo es diagnosticar, curar o mejorar la vida de sus pacientes, pero el proceso para llegar a este punto no está definido ni para cada médico ni para cada paciente, sino que ha de usar su cerebro para tomar la decisión que considera óptima en cada momento ajustándose a las circunstancias que le rodean.

El trabajador del conocimiento necesita, por tanto, formación, que con el desarrollo de la tecnología sanitaria y a medida que se avanza en el conocimiento científico, cada vez es más amplia y resulta inabarcable para una sola persona. Con los años, y en base a ese crecimiento natural, se han ido desarrollando especialidades médicas, quirúrgicas e incluso subespecialidades dentro de aquellas. La cardiología ya es una entidad en sí misma, con profesionales dedicados principalmente al estudio y el tratamiento de las enfermedades relacionadas con el corazón y el entorno cardiovascular. Y aún así, son necesarios unos cardiólogos que dominen la hemodinámica y otros la electrofisiología, Se precisa de aprendizaje y dedicación continua para controlar las habilidades de cada procedimiento diagnóstico o terapéutico. Por tanto, cuando necesitamos un cateterismo, nos lo hará un cardiólogo subespecializado, con destreza y experiencia en la técnica en cuestión, porque es el médico mejor formado para ello. Es fácil entender por qué es bueno que existan especialidades para garantizar la máxima capacitación del profesional. Entonces, y volviendo al tema principal, ¿en qué consiste la especialidad de Medicina Interna?

Propongo una definición: un internista es un trabajador del conocimiento médico capacitado para identificar y gestionar de la mejor manera posible los problemas clínicos de un paciente.

¿Qué quiere decir esto? El internista es el especialista que mejor ha de conocer los cimientos de la fisiopatología médica, la base sobre la que se construye todo el conocimiento posterior. El concepto de “global” viene de que ningún elemento del organismo le es ajeno y ha de ser capaz de integrar todos los síntomas y signos del paciente, así como toda la información complementaria (analíticas, exploraciones radiológicas, etc.) de tal manera que sea posible definir los problemas reales del paciente y decidir qué recursos son los mejores para él. Recordemos que los enfermos no vienen con problemas médicos, sino con síntomas, y que éstos pueden ser de lo más variopintos. Un paciente puede acudir a la consulta por un dolor ocular y acabar con un diagnóstico de una enfermedad reumática, sin que a priori parezca evidente una conexión entre los ojos y las articulaciones. Otro paciente puede presentar múltiples síntomas que de entrada no parecen asociarse con un órgano en concreto, sino que han de ser agrupados convenientemente para darles coherencia fisiopatológica y consistencia clínica.

Con estos síntomas ya empezamos a elaborar hipótesis diagnósticas y, a partir de aquí, decidir qué exploraciones son necesarias y cuáles no, si es necesario consultar a un especialista en concreto o si el problema es abordable. Mientras el resto de especialistas tienen un conocimiento vertical, en profundidad, sobre su área de trabajo, el internista posee un conocimiento horizontal sobre la fisiopatología de todo el organismo. No es cuestión de volumen de conocimiento, puesto que ambos han de saber mucho, sino de distintas áreas de competencias que en algunos puntos se superponen. En entornos de alta complejidad no es fácil delimitar cuántas enfermedades tiene un paciente, y para ello, este conocimiento horizontal es fundamental.

El internista, al ser capaz de identificar cuáles son los problemas del paciente, está en una posición privilegiada para aprender a gestionarlos, de manera marcada en pacientes complicados donde la clínica es sutil o donde coexisten varios órganos dañados. No dominará como el nefrólogo la patología concreta renal, pero sabrá integrar la información sobre el riñón de tal manera que podrá delimitar la extensión, gravedad y solución del problema nefrológico, en situaciones donde además es posible que el corazón o los pulmones también tengan algo que decir.

Si a esta complejidad le sumamos la enorme cantidad de recursos disponibles hoy en día en los hospitales modernos y la facilidad que tenemos para ingresar pacientes y solicitar pruebas, no nos extrañe la gran repercusión tanto económica como social que supone hoy en día trabajar en el medio sanitario. Identificar y gestionar correctamente esos problemas clínicos evita tanto el infradiagnóstico (enfermedades que pasaron desapercibidas por no interpretar correctamente los datos disponibles) como el supradiagnóstico (encontrar hallazgos casuales de dudosa significación clínica por realizar exploraciones innecesarias).

La gestión del problema clínico no implica necesariamente su diagnóstico y su tratamiento, sino entender cuál es la mejor manera para llegar a ellos y quién es el médico necesario en cada momento. Es habitual que el internista sepa diagnosticar y resolver un porcentaje elevado de los mismos, pero obviamente no puede ser así en la totalidad de los casos.

Por simplificar, digamos que en un hospital hay básicamente tres tipos de recursos. Primero, el soporte de cuidados a los pacientes hospitalizados, con un nivel máximo en los enfermos críticos que precisan de monitorización continúa y soporte hemodinámico, donde el riesgo vital es máximo, pasando por un nivel intermedio en la planta convencional de hospitalización y mínimo en entornos como los Hospitales de Día. Segundo, la tecnología sanitaria. La resonancia magnética, los gabinetes de exploraciones pulmonares o los quirófanos, que son la base para confirmar diagnósticos y ofrecer tratamientos definidos. Y tercero, el conocimiento especializado, soportado por los profesionales que aplican ese saber. El dominio de estos recursos permite responder a las preguntas de si el paciente ha de estar ingresado o no en función del nivel de cuidados (uso apropiado de las camas hospitalarias), si se ha de priorizar una exploración complementaria o no (uso eficiente de la tecnología) o si se ha de consultar a un especialista o varios (optimización del conocimiento). Por tanto, el internista ha de ser un profesional central en el medio hospitalario como dinamizador y gestor principal del paciente complejo, apoyado y complementado, como no puede ser de otra forma, por la intervención del especialista cuando es necesario.

Entonces, ¿qué puede hacer un internista? La respuesta es fácil: lo que se proponga dentro de su área de conocimiento fisiopatológico y de su capacidad de gestión clínica. Es el engranaje que mantiene conectado a todo un entorno sanitario de alta complejidad. El internista puede llevar una planta de hospitalización con pacientes plurpatológicos, dar soporte médico a los cirujanos con pacientes complejos, colaborar con los equipos de Atención Primaria en la resolución de casos urgentes o difíciles o subespecializarse en enfermedades sistémicas por poner un ejemplo. Los límites no están en el hospital, porque en realidad todo el sistema sanitario ha de ser un todo integrado y conectado entre sí, sino en el propio facultativo.

Como todo en la vida, aparte de las luces, existen las sombras. Hay servicios de medicina interna donde todo este potencial está infrautilizado y donde sólo se concibe al internista como el médico del paciente geriátrico o con poco margen de mejora. Es cierto que el internista es de los profesionales más cualificados para ello por el perfil de estos pacientes. Pero esto no es más que una parte de todo el espectro de posibilidades. Depende, como siempre, de la voluntad y la ilusión que le pongamos a nuestra labor.

Recordemos que alrededor del problema clínico hay una persona que no está en sus mejores días. Que a veces no somos portadores de buenas noticias y que estamos acompañando en su viaje a pacientes en los que todos los recursos técnicos y humanos no van a ser suficientes. En definitiva, que la gestión emocional ha de estar presente en nuestra labor. Seríamos médicos incompletos si no lo hiciéramos. Porque el internista, sobre todo, es un gestor de problemas clínicos de personas, no de órganos ni de analíticas.

Resumiendo, y por ampliar la definición anterior, mi propuesta de lo que ha de ser un internista, seguro que incompleta y muy personal, pero al fin y al cabo la que me motiva a seguir adelante y la que da sentido a lo que hago cada día, es la siguiente:

Un internista es un trabajador del conocimiento médico capacitado para identificar y gestionar de la mejor manera posible los problemas clínicos de un paciente, ofreciendo el mejor recurso disponible para cada momento, tanto técnico como humano, con el objetivo de mejorar al máximo la vida del enfermo.

Espero que esto sirva para activar alguna motivación oculta y para que dejemos de ser “seres extraños que hacen cosas raras”. Somos seres humanos con un trabajo, si nos lo proponemos, apasionante.



Este texto, si bien fue redactado y lanzado a las redes mucho antes que este blog, pero también se publicó en el blog de la Sociedad Española de Medicina Interna titulado «Por una Medicina Interna de alto valor«, a cuyos organizadores agradezco el interés.

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