Durante estos días se habla mucho de la necesidad imperiosa y urgente de realizar tests masivos a la población como paso imprescindible para salir de la crisis sanitaria propiciada por el coronavirus. Incluso los gobiernos, atentos a esta demanda, presumen de hacer muchos tests (nunca menos que los vecinos) y, sea esto cierto o no, sin explicar exactamente de qué ha servido tamaña gesta, si eran los que había que hacer, o si nos hemos pasado o quedado cortos. No es lo mismo hacer muchas pruebas porque tenemos más enfermos que el resto o hacerlas porque queremos evitar que otros enfermen.

¿Estoy diciendo que no son útiles los tests, o que no haya que hacerlos a la mayoría de la población? No. Lo que digo es que no basta sólo con hacer tests, sino que antes hay que tener claro para qué los hacemos. Gastar recursos sin un plan razonable y factible en la mente no parece la mejor opción en estos momentos, y seguro que lo hay, pero antes de hacer suposiciones entendamos bien qué se está pidiendo.

En el fondo, se trata de aplicar el mismo ejercicio intelectual que debe hacerse ante cualquier acto médico. Usemos el razonamiento clínico, una disciplina que por desgracia cada vez la tenemos más arrinconada, pero sin la cual la práctica médica no deja de ser una medicina de manual o recetario (cookbook medicine), esto es, la aplicación de protocolos genéricos basados en datos y totalmente ajenos a las necesidades reales del paciente.

Necesitamos encadenar cinco conceptos que lo son todo: significado, actitud, estrategia, límites y evolución. A partir de ellos tendremos algunos elementos de juicio para entender el problema.

1-Significado: la interpretación de la información en el contexto de la persona

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En medicina cualquier prueba por sí misma es inservible. Su utilidad deriva de interpretar el resultado en el contexto clínico y personal de cada paciente. No es lo mismo una cifra baja de hemoglobina en una mujer de veinte años, sin otra patología de base, que en un hombre de ochenta con insuficiencia renal crónica, por poner un ejemplo sencillo. El valor de hemoglobina, el dato objetivo, es idéntico, pero el significado, muy distinto.

El significado implica que hay que pensar en las necesidades de esa persona, no sólo en el valor objetivo del test: el dato por sí mismo no debe llevar a una única acción predeterminada, sino que necesita ser interpretado para decidir cuál es la mejor opción de entre todas las posibles. Con la anemia la cosa puede ser más o menos sencilla. ¿Pero qué pasa cuando hablamos de probabilidades?

¿Son fáciles de interpretar los tests para el coronavirus? Sin ser extremadamente complejos, y como toda prueba, no nos garantizan certezas, sino que nos informan de probabilidades. La de estar infectado, la de ser contagiosos, la de haber pasado la enfermedad, etc. No son valores absolutos ni definitivos, y debemos considerar dos derivadas, la individual (¿qué implican estos resultados para mí?), y la colectiva (¿qué implican para mis contactos o familiares?).

¿Es lo mismo alguien sintomático que alguien que no lo está? ¿Es lo mismo para alguien expuesto o para otro que no lo ha estado? ¿Sabemos ya si los pacientes curados son inmunes?

La respuesta a las tres preguntas es sencilla: no. Por lo tanto, se requiere de cierta perspectiva y conocimientos para establecer conclusiones válidas sobre qué significa un test (el que sea) sobre un individuo y su entorno, y más acerca de una enfermedad desconocida sobre la que tenemos muy poca ciencia demostrable en estos momentos. No entro en si los tests son fiables o no, porque eso da para otro libro, pero añádase esa sabrosa guarnición al plato antes de empezar a comer.

2-Actitud: lo que hacemos según el significado de la prueba.

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Si vamos a hacer lo mismo, sea cual sea el resultado, no tiene mayor sentido hacer ninguna prueba. Si mido algo es porque el resultado condiciona una respuesta por mi parte. Se supone que en base a toda esa información contextualizada debemos tomar ciertas decisiones pensando en las necesidades del paciente. En un caso de anemia, puedo tratarla, pedir una colonoscopia, o no hacer nada, porque me enfrento a tres pacientes diferentes y, aunque el valor de la hemoglobina sea el mismo, sus necesidades son diferentes y mi actitud no puede ser la misma.

Y aquí volvemos a los dos planos, el individual, en el que el test puede tener un significado para mí, y el colectivo, en el que hay que determinar qué significado tienen cientos de miles de resultados en un territorio concreto. ¿Cómo vamos a interpretar la probabilidad que implica cada resultado para cada familia, para cada empresa, para cada barrio? ¿Qué tipo de segmentación tiene más sentido? ¿O lo tienen todas?

Pues depende sobre todo de una cosa: la estrategia.

3-Estrategia: el camino que nos lleva a un objetivo deseable.

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Toda acción debe estar encuadrada en un marco estratégico, en un plan, en una serie de pasos que, en teoría, nos llevan a un objetivo. ¿Sabemos cuál es ese objetivo? ¿Es razonable? ¿Es realista? ¿Es factible? ¿A dónde queremos llegar exactamente con cada paciente en particular o con toda la población en general? Si no sabemos a dónde vamos, difícilmente escogeremos actitudes apropiadas y sobre todo, podemos acabar en el lugar equivocado.

Esta intención debe quedar clara antes de hacer ninguna inversión. No puede ocurrir que gastemos recursos sólo para llenar datos en un excel y pintar gráficas muy interesantes pero sin ninguna trascendencia práctica. Por lo tanto, hemos de ser capaces de prever los diferentes escenarios de significado a ese volumen ingente de datos y de extrapolar qué implican, para saber qué debemos hacer al respecto.

Esta estrategia es la clave, pero sobre todo no debemos confundir objetivos teóricos y deseables (acabar con la pandemia en dos semanas) con las posibilidades reales basadas en nuestros recursos y en la variabilidad biológica de la vida. De eso tratan los dos puntos restantes, los límites y la evolución en el tiempo.

4-Límites: no podemos hacer lo que queremos, sino lo que podemos hacer

Tenemos una capacidad limitada de recursos y siempre la tendremos: es técnicamente imposible hacer cincuenta millones de tests hoy para tener los resultados mañana. Esta limitación obvia nos obliga a diseñar una estrategia ajustada y no ideal. Por lo tanto, debemos ya pensar a quién y por qué vamos a realizar las pruebas, esto es, a elegir una muestra de nuestra población, que sea lo más representativa posible, y sobre la que haremos los tests. Esto implica integrar con total claridad lo anteriormente expuesto.

¿Y qué entendemos por “población” en un mundo globalizado? ¿Deben contemplarse territorios administrativos o territorios clínicos?

¿Y la privacidad? ¿Vamos a hacer públicos los resultados, vamos a implementar esos famosos pasaportes inmunológicos?

¿Y cada cuánto se repiten los tests? No pensemos que con una ronda de testeo masiva se soluciona todo, por muy masiva que sea. De hecho, el test es una fotografía que en el momento del resultado ya puede haber variado. ¿Qué margen entre el muestreo, hacer las pruebas, ordenar los resultados y establecer conclusiones es el razonable para que esos datos y ese esfuerzo no esté ya obsoleto desde el primer momento?

5-Variabilidad: ayer era tarde para pensar en el mañana.

El tiempo corre en nuestra contra. Las epidemias, al evolucionar y ser entes dinámicos muy rápidos, pueden requerir de intervenciones diferentes en cada momento. Lo que al principio y con pocos casos pudiera ser factible, tal vez ahora deje de serlo y además ya no sea igual de efectivo. Por lo tanto, se nos exige ir muy por delante, y no por detrás, de los hechos, anticiparnos y ser proactivos, lo que añade mucha más complejidad al asunto.

La estrategia coreana ya supuso un esfuerzo ímprobo de detectar y rastrear a los contactos de los positivos para aplicar una política de aislamiento efectiva, usando además tecnología avanzada y tal vez dejando para más tarde el tema de la privacidad. Y era al comienzo de la crisis. Allí los tests masivos propiciaron la información clave para decidir qué hacer, pues el objetivo era evidente: contener la epidemia. Era factible en ese momento. Sin embargo, en un escenario como el nuestro, ¿es esto ya posible? ¿O estamos en otra etapa en la que debemos plantearnos otros objetivos diferentes, aprender a convivir con el enemigo y planear la respuesta frente a los futuros brotes?

En este caso no tengo respuestas, aunque tiendo a pensar que vamos tarde para unas cosas pero no para otras. Se trata de aprender de los errores y de no volver a cometerlos.

Más casi nunca es mejor

Hay carreras absurdas, y una es la de hacer por hacer. En palabras de Drucker, nada es más inútil que hacer eficientemente lo que nunca tendría que haberse hecho. No caigamos en el error de evaluar a peso, sino de entender cuáles son las razones de hacer o no hacer.

La cuestión no es realizar miles de tests a discreción y luego esperar a que se nos ocurra algún juego malabar con los números, sino establecer, de entrada, un objetivo, su estrategia, determinar qué datos necesitamos para tomar las decisiones oportunas, y entonces pensar cómo obtenerlos: tests, ordenadores, potencia de cálculo o lo que sea. Tal vez sea necesario invertir más en inteligencia, tanto natural como artificial (gracias Eduardo Tornos por la referencia), para desbrozar el matorral y poder avanzar con rapidez.

En absoluto es sencillo. No estoy capacitado para contestar a estas preguntas y serán otras voces mucho más cualificadas que la mía las que nos expliquen a qué podemos aspirar. Sólo quiero elevar una reflexión para entender que cuando pedimos o presumamos de algo, sea con un fundamento sólido.

Por lo tanto, primero el plan, luego las herramientas y ya, si lo bordamos, nos subimos al pódium.

Pero no al revés.

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